Les enseña modales, les regala cosas, e incluso hasta les salva la vida. Mónica es enfermera de la clínica de la Unidad N°5 “Femenino” (Cárcel de Mujeres) y cuenta la experiencia de llevar a cabo su jornada laboral día tras día.                                                                          

 

Con un pantalón blanco bien ajustado al cuerpo, una camisa sin arrugas, los labios violetas y el pelo largo de un lado y corto del otro, Mónica se para frente a la puerta de la clínica y le dice a un grupo de reclusas que llevan gritando diez minutos para que las atiendan: “Si siguen gritando así, me quedo como estatua”, mientras se mantiene en una posición fija.

Mónica Melgar es la enfermera de los miércoles de la emergencia de la Unidad Nº5 “Femenino” (Cárcel de Mujeres). Entra a las ocho de la mañana y sale 24 horas después. Trabaja junto a Natalia Olivera, la doctora, y Juan Lozano, otro enfermero que cumple el mismo horario. Desde 2009 se desempeña en cárceles, pero es desde 2011 que está en esta unidad. No solo realiza tareas allí, sino que también asiste en Casa de Galicia los demás días de la semana.

Tiene 49 años y una voz fuerte. Dice que todas las reclusas la conocen y que el relacionamiento que tiene con ellas es de madre a hijas. Su rol dentro de las cárceles, explica, es observar a las internas, escucharlas y buscar todos los medios para proteger sus vidas: “Yo sé que suena a salvar el mundo, pero es un granito de arena en esta gran playa. Si no pasó nada durante mi guardia, si hablarles un ratito ayudó a que no se corten, yo me voy feliz. Si todos pusiéramos un granito en esta gran playa, no estaría contaminada”. Mónica repite esta última frase una y otra vez.

Se toma muy en serio su rol de madre dentro de la cárcel: a las internas les enseña modales, les habla como si fueran sus hijas y les da premios a cambio de que se porten bien. “Ellas me dicen: ‘¿Me comprás un helado en el kiosco que sale $20?’, y yo pienso: ‘¿Quién no se quiere comer un helado en esta vida o un alfajor?’. A mí no me cuesta nada. Entonces les digo: ‘Si te portás bien, te compro un helado’. Eso es así, es como criar a un hijo, nada es gratis en esta vida, tú me das y yo te doy”.

Su interés por los centros penitenciarios comenzó cuando todavía funcionaba la cárcel de mujeres de Cabildo. Ella vivía delante de la prisión y cuenta que escuchaba a las reclusas gritar que vivían entre ratas, sin comida y sin agua. Un día decidió ir a donarles ropa y allí se enteró de que la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) iba a abrir un proyecto para trabajar en cárceles y quiso formar parte. “Me presenté y quedé seleccionada, fue por mérito. Fui a Cuba para capacitarme, quedé en sexto lugar. Me preguntaron cuál es la diferencia entre un paciente de casa de Galicia y una persona privada de libertad y contesté: ‘Ninguna’. Obvio, ambos son seres humanos”.

Mónica realizó las prácticas en la Unidad Nº4 Santiago Vázquez (ex-Comcar), y empezó trabajar en la cárcel El Molino, donde se encontraban las reclusas embarazadas o con hijos. Sin embargo, pidió traslado porque le afectaba ver cómo las reclusas trataban a los niños: “Son ángeles de Dios, fue más fuerte que yo y no soporté trabajar ahí, pedí traslado para salvaguardar mi mente”.

Asegura que le encanta su trabajo y lo que más le gusta es hablar a las internas. Como una especie de libro de autoayuda, Mónica les dice frases alentadoras para que no se corten, como, por ejemplo, que “eso que ven es una reja y que no va a estar para toda la vida”, o frases como “nunca digas nunca jamás, pero que tampoco digas nunca puedo, porque si vos querés, podés, está todo en la mente”.

“Me dicen Teresa de Calcuta”. Foto: Pamela Saettone

Parece ser una especie de consejera en la cárcel. Da consejos y escucha a las mujeres que pasan sus días entre rejas. “Cuando ellas vienen con enfermedades que ellas mismas se inventan, yo solo las toco la mano y les digo: ‘¿Vos tenés algo en la mochila que puede que te esté afectando más que a nosotros?’. Y ellas ya empiezan a llorar. Les toco la parte sensible”. Gustavo Valciukas, operador penitenciario que emplea funciones dentro de la clínica de la unidad, asegura que las presas preguntan por ella cuando van a atenderse. Mónica afirma que, cuando volvió de la licencia, pudo escuchar como varias internas decían: “Volvió Mónica, es tan buena ella”.

El domingo 28 de enero estuvo sola en la clínica junto a un médico recién recibido y, según afirma, “pudo sacar todo sola adelante sin problemas”. Una de las intervenciones que realizó fue a una interna que estaba teniendo una crisis conversiva: “Eran siete y traían a la interna en el hombro. Abrí la reja. Les agradecí y les explique que su compañera no había tenido una convulsión sino una crisis conversiva y les explique lo que era. Les agradezco porque ellas no saben que no es una convulsión. No sabían ni siquiera los médicos de acá lo que era una crisis conversiva, hasta que le hicimos un examen y yo les dije lo que en realidad era”.

Mónica afirma que no sabe y no le interesa enterarse de los motivos por los cuales están privadas de libertad las internas, para así no entreverar los sentimientos. Por la misma razón, hace siete años que Mónica no mira el informativo. Sin embargo, señala que las del piso cuatro son todas infanticidas y sabe con exactitud qué hizo cada una de ellas. “Yo las trato a todas por igual. Es más, mis compañeros se ríen porque cuando ingresan yo les ofrezco agua. Me dicen Teresa de Calcuta”. Mónica considera que su rol va más allá de la enfermería, que tiene la responsabilidad de educar y enseñar a las internas, a pesar de que formalmente no esté capacitada para hacerlo.

“Cuando viene una presa que mató a una chica y me dice que fulana la persigue y que la ve hasta abajo de la cama, yo no les digo ‘jodete porque vos la mataste’. Si la mató, muchos caramelos no tiene en la cabeza, porque hay algo que aprendí hace muchos años antes de entrar acá, que si se juntan dos mentes malas, la de un hombres y una mujer, es una bomba atómica”.

En el trabajo se maneja con un tono de voz elevado, tanto para hablarle a las reclusas como para dirigirse a sus colegas. Utiliza su voz grave y fuerte todo el tiempo. Dice que se ganó el respeto de las internas y les enseñó a esperar y a no golpear la puerta de la clínica. Si bien sostiene que nunca recibió agresión física, sí fue víctima de insultos y amenazas, pero, según ella, “así grandotas y todo las puede calmar igual”. “A mi me han invitado a pelar: ‘Abrí la reja que te rompo la cabeza’. Yo creo que jamás aceptaría. Quizá en la calle sí, porque yo soy una guerrera, no me pasa por arriba nadie, pero acá no me puedo poner a la altura de ellas”.

Mónica asegura que le encanta su trabajo. Foto: Pamela Saettone

Mónica dice que les brinda a las reclusas su mente las 24 horas que está de guardia: “Mi hijo dice que vengo con una luz bárbara y que al otro día estoy apagada”. Además, según ella, es capaz de poner en riesgo su vida por la de alguna interna: “Acá se golpean, se apuñalan, se prenden fuego. Lo he visto y he tenido que salvar internas también”.

Cuenta que hay una interna del quinto piso que no camina por la cárcel porque mató a su sobrino y las otras reclusas la quieren apuñalar. “La estaban trasladando a piso intermedio y yo justo estaba en enfermería. La comenzaron a agarrar de las mechas, la estaban matando”. Mónica dice que pudo salvarle la vida, pero no sus fotos y su frazada. “Las de cuidados intermedios me gritaban que era una buchona, una alcahueta de la policía y no lo dejé pasar ni dos segundos. Entré a la interna, salí, las enfrenté a través de la reja, eran como 50 y les dije: ‘Yo considero que ustedes siempre que me han precisado les he dado una mano, yo no soy ni juez, ni Dios, ni nada. Yo no estoy para juzgar a nadie, la próxima vez que ustedes estén en peligro voy a mirar para otro lado a ver si les gusta’. Nunca más me dijeron nada”.

Mónica recuerda que cuando empezó le comentó a su madre que trabajar en cárceles, al igual que en áreas de la salud como el Vilardebó o CTI, no es para toda la vida. A su juicio, no se puede dedicar a esos lugares más de cinco o seis años, porque uno se acaba acostumbrando al ambiente y se va quedando sin sentimientos. Sin embargo, hace siete que está allí y considera que aún no es momento de irse.

Por Pamela Saettone