Desde un estudio que concluye que los trabajadores penitenciarios tienen problemas de salud mental hasta reclusas que salpican sangre amenazando con que tienen SIDA: la realidad de los funcionarios penitenciarios en Uruguay.                              

“La cárcel es como decir bienvenido al infierno, vos te vas de tu casa y no sabés si vas a volver, si vas a ver de nuevo a tu hija. Te cambia la vida trabajar ahí, porque andan con lanzas, andan como en la Edad Media y vos estás con una lapicera. Te cambia porque tenés que andar con ojos en la espalda”. Así define su día a día en prisión el operador penitenciario de la cárcel de Punta de Rieles y secretario general de la Organización de Funcionarios Civiles Penitenciarios (Ofucipe), Jonatan Perdomo.

Jonatan es una de las 4 132 personas que emplean las cárceles uruguayas entre policías, operadores penitenciarios y educadores, además de los casi 350 funcionarios correspondiente a la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE).

La violencia carcelaria diaria, el trabajo en centros con fuertes carencias materiales, sanitarias y de seguridad, así como la falta de recursos humanos, hacen que el número de certificados por estrés y problemas psicológicos entre esos trabajadores sea elevado.

El presidente de la Ofucipe, Juan Nolasco, indica que, en base a un estudio que se realizó en Mercedes, Colonia, Tacuarembó y Rivera sobre las condiciones en que se encuentran los operadores penitenciarios, se concluyó que “están todos locos”. “Estamos preocupados, porque están todos mal y tienen que recibir asistencia”, sentenció.

Presión y más presión

Se abre la puerta de la policlínica, es otro preso que viene en busca de medicación. Marcelo Zapata, enfermero encargado de entregar los fármacos a los reclusos con enfermedades crónicas, está ubicado detrás de la ventanilla. Lo recibe y le pregunta su nombre. Lo busca en su planilla: “No te encuentro, ¿en qué módulo estabas antes?”, le pregunta intrigado. “En el ocho”, le responde el recluso. Marcelo lo sigue buscando sin encontrarlo. Decide fijarse en la base de datos de la computadora y tampoco lo encuentra, por lo que opta por pedirle el nombre completo y la cédula e ir a la clínica a ver si en su historia figura que recibe medicación crónica. Pero resulta que el interno jamás recibió medicación ni tuvo alguna enfermedad.

Marcelo tiene 40 años, es licenciado en enfermería y trabaja en la Unidad Nº4 Santiago Vázquez (ex-Comcar) desde 2012. Ingresa a las 12:30 horas, luego de trabajar en Casa de Galicia, y sale a las 19:45 horas. Si bien gran parte de su trabajo dentro de la clínica del centro penitenciario es administrativo, él es el encargado de entregar la medicación a todos las personas privadas de libertad (PPL) que tienen algún tipo de enfermedad crónica, como puede ser diabetes, problemas respiratorios, cardíacos, etc. Marcelo asegura que una tarea como la de él, aparentemente fácil, se torna demasiado complicada, ya que tiene que lidiar con las presiones, las mentiras y la insistencia de los reclusos.

“Llega un momento que decís: ‘Pará, estoy laburando, estoy dejando de hacer cosas para atenderte a vos y me estás tomando el pelo, porque nunca tomaste crónicos’”, dice Marcelo indignado. Asegura que muchos internos vienen con el nombre o la cédula cambiada, o dicen el nombre del compañero de celda, porque saben que estuvo dos o tres días internado y piden la medicación del otro. “Si vos no les conocés la cara, es muy difícil, porque te pasan para la cueva, tenés que pedir todos los datos que puedas. Se ha llegado a tener registro de los apellidos de las madres”, cuenta.

Los medicamentos en la Unidad, como en la mayoría de los centros penitenciarios, sirven como moneda para obtener comida, alcohol, cigarros, etc. Además, muchos internos los usan como droga. Es así que la puja para obtener medicación es muy grande. “A veces trafican delante de tu cara, vos le estás entregando la medicación y se dio media vuelta y le dio a uno y a otro, y reparten porque seguramente eso ya lo debían. Fulano o Mengano lo están esperando para que pague. Y cuando le dan la pastilla en la boca la escupen para darle a otro. Yo entrego bolsas de medicamentos y sé que ni la mitad de los presos la toman. La usan para cambiarla, porque cualquier cosa sirve como mecanismo mercantil dentro del sistema carcelario”, cuenta Marcelo.

Ante esta situación, la presión que reciben los funcionarios de ASSE para obtener más psicofármacos es muy elevada. Marcelo asegura que los internos siempre intentan sacar provecho de lo que sea: “Te inventan que tienen medicación indicada que vos no le estás dando. Eso siempre pasa por un determinado periodo de tiempo. Cuando la PPL se da cuenta de cómo es tu sistema de trabajo, cómo operás, esa tensión empieza a descender, pero desciende con ese recluso, quedan 3 700 más. Te están pulsando constantemente”.

Reclusa de la Unidad N°5 “Femenino” recibe su medicación. Foto: Pamela Saettone

Delirios, necesidad y amenazas

La psicóloga de la Unidad N°5 “Femenino” (Cárcel de mujeres), Johanna Muñoz, cuenta que una de las internas le quiso dar vuelta el escritorio porque ella no accedía a darle medicación: “Me decía que no se sentía escuchada en algo que me estaba planteando. Ella me decía que quería medicación psiquiátrica y, en realidad, ya estaba en tratamiento, pero quería más. Lo que hice fue mantenerme firme, no salir corriendo, no tener miedo”.

Johanna afirma que medicar no es la idea, pero que a veces es necesario: “Nosotros apelamos a no utilizar medicamentos, pero hay gente que lo necesita, porque si no, no podés trabajar con ellos. Deliran y no pueden pensar, no entienden que no se tienen que matar”.

Además de esta presión de parte de los internos hacia los funcionarios, Marcelo asegura que hay otro elemento que complica más el trabajo y es la insistencia de parte de los reclusos a la hora de conseguir algo. “Cuando quieren algo son insistentes a morir. Una cosa te la pide y te la reclama doscientos millones de veces. Ellos tienen ese mecanismo de defensa que hace que descrean de todo. Eso es lo que deben vivir dentro de los módulos, le piden algo a los policías y no le dan corte y obviamente se lo tienen que pedir a alguien 500 veces o a 500 personas. No están acostumbrados a pedir algo y a que vos te das vuelta y lo hagas. Llega un momento que te saca y más cuando el trato es en malos términos”. Marcelo afirma que muchas veces lo quieren amedrentar y lo insultan. Entonces, según él, trabajan con una presión constante, en donde se debe aprender a lidiar con ella para que “no te salte la térmica”.

Otro factor que aumenta la dificultad de trabajar en las cárceles, según los funcionarios, es los riesgos a los que se exponen. Mónica Melgar, enfermera de la Unidad Nº5, cuenta que varias internas enojadas se han cortado los brazos en la clínica y salpican sangre, amenazando con que tienen SIDA. Marcelo asegura que muchos reclusos poseen tuberculosis y hay que atenderlos sin protección alguna: “No sabés qué enfermedad podés llevarte a tu casa hoy”.

Además, cuenta que cuando se producen motines hay muchos reclusos y policías intoxicados, principalmente por el gas que los oficiales tiran como mecanismo de defensa: “Cuando te traen un tipo que está gaseado se desparraman todo el gas pimienta y te enloqueces, te afecta a vos directamente. Yo soy un enfermo respiratorio, al igual que otros compañeros, y cuando un gaseado se entra a mover adelante tuyo es insoportable, porque todo eso se desprende y lo empezás a inhalar vos”.

“Nosotros cada vez que entramos acá, cuando pasamos el portón principal, estamos corriendo riesgo de vida, puede haber un motín y te puede pasar algo. Si llegara a haber algo grande, no salís. Si un módulo entero toma toda la cárcel, no lo parás. Un módulo son 700 tipos, ¿con qué controlas 700 tipos si de noche hay dos policías?”.

El síndrome del quemado

“La cárcel comienza después de que nosotros nos vamos. Nosotros sabemos mucho pero no podemos probar nada”, afirma Claudia Álvarez, operadora penitenciaria de la Unidad Nº4 Santiago Vázquez. Tiene 40 años y desde 2016 trabaja en el centro. Recientemente realizó una denuncia en contra de funcionarios policiales por abuso físico y verbal hacia ella, sucesos que la afectaron drásticamente, ya que padece ataques de pánico. “Hay más violencia de parte de los policías que desde los internos”, asegura.

Ella habla del “síndrome del quemado”, término que utiliza para denominar a aquellos funcionarios policiales que están hace mucho en el sistema y que tienen más violencia que los reclusos. “No podemos hablar de rehabilitar si los que están a cargo están más contaminados que ellos. Hemos visto policías drogándose con pasta base”, cuenta.

Desde hace unos años, la idea del Ministerio del Interior y del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) es suplantar a los policías de los módulos por civiles capacitados para rehabilitar: operadores penitenciarios. Por este motivo, según Claudia, los civiles no son muy queridos por los policías. “Nosotros venimos con otra cabeza, con otro enfoque, ellos piensan que es palo, candado y represión”. Ella, al igual que la mayoría de los operadores, creen en la rehabilitación y buscan alcanzarla a través de la educación y con un trato “de igual a igual”.

Debido a este cambio en el sistema, asegura que las funciones realizadas por los policías se vieron reducidas y, según ella, se cortaron varias de “sus jugadas”, como por ejemplo las comisiones. “Un día uno de los internos me dijo: ‘esta guardia no te quiere porque le tocaste los papeles’. Yo no sabía qué significaba eso y me respondió que era la plata. Los reclusos trabajan y con eso redimen pena. Antes la policía manejaba todo eso. Para las PPL una comisión por trabajo tiene peso, porque el juez lo toma en cuenta a la hora de redimir la pena, y los policías las vendían. Tenemos funcionarios procesados por este motivo. Cuando el sistema cambió, se les cortó. Gracias a nosotros perdieron cosas”, asegura Claudia.

Unidad Nº4 Santiago Vázquez. Foto: Faustina Bartaburu

Estas son algunas de las razones, según ella, que provoca la enemistad entre funcionarios policiales y los operadores, y que se genere un ambiente de trabajo con mucha tensión y violencia. Ella denuncia haber sufrido persecuciones, gritos, insultos y arrebatos de parte de policías. “Nos amenazan, tienen miedo. Yo no soporto psicológicamente ningún tipo de violencia. Mi forma de trabajo es identificar a los brazos gordos y tener buena relación, para así trabajar mejor”. Afirma que, debido al maltrato y a las condiciones de trabajo, ha sufrido ataques de pánico, estrés y pérdida de apetito.

Pero más allá de la violencia de los funcionarios policiales hacia los operadores, también es muy elevada la que hay hacia los propias internos según denuncian varios funcionarios. Claudia cuenta que en una ocasión uno de los reclusos se escapó del módulo; entre varios operadores, que recién habían ingresado al centro penitenciario, llevaron al recluso a su celda y avisaron a los policías de lo que había sucedido: “A posteriori, uno de los operadores dio vuelta al módulo por afuera, y vio a los policías dándole palo a la PPL que se había salido, en total desventaja”. Cuenta que el operador, al ver la situación, salió muy afectado por la gran violencia ejercida de manera tan explícita.

Para ella, estas situaciones se pueden denunciar, pero al hacerlo debe haber constatación de lesiones y registro de nombres: “Un recluso nunca va a denunciar al policía, porque sabe lo que significa eso. Nosotros nos venimos, pero ellos se quedan y entre todos se conocen, por más que se cambien de módulo. Además, es muy difícil probar algo a los policías, se cierran y aunque sean re corruptos se defienden entre ellos. Entonces, estás entre la espada y la pared, ves cosas pero no podés hacer nada”.

Por otra parte, Marcelo, enfermero de la Unidad Nº4 Santiago Vázquez, cuenta que cuando ocurren motines, llegan al centro de salud dos policías por cada preso, los traen en el aire y los tiran para adentro: “Nosotros estamos en una situación muy compleja en ese sentido, porque no podés permitir que pase eso, pero es muy difícil entrometerse, porque se generan situaciones en contra de nosotros. Por más que seamos del centro de salud, no dejamos de ver la incidencia que tiene el Ministerio del Interior”.

Daniel Peyronel, operador terapéutico de la Unidad Nº5 “Femenino”, que anteriormente trabajó en ex-Comcar, afirma que los dos centros son muy distintos en cuanto a la violencia: “En el Comcar sentís la violencia, sentís que está en el aire. El ambiente, el lugar, la mugre, es mucho peor. Allá, en la puerta de emergencia ves cinco o seis cortados todos los días, apuñalados de peleas. Acá en la Unidad N°5 vienen porque se cortan. Allá entrás y la violencia la ves. He visto pila de veces policías pegándole a presos, es como algo cotidiano y acá no se ve”.

Operadora penitenciaria de la Unidad N°5 “Femenino” junto a una reclusa. Foto: Faustina Bartaburu

Asegura no haber tenido choques con los internos, pero sí con los policías. Cuenta que en una ocasión vio cómo sacaban a ocho reclusos del módulo ocho, los ponían contra el paredón y los revisaban, hasta que uno de los funcionarios policiales le dio un sopapo a cada uno: “Yo me paré en frente y uno de ellos dijo: ´Están los de salud mental, están los de ASSE´. Ahí me preguntaron: ´¿Vas a buchonear?´. Y les dije que les iba a hacer un informe y se los hice. Eso tiene sus consecuencias, porque después vas al módulo a pedirles reclusos y no te los bajan porque los denunciaste”.

La base de la gran agresividad de los funcionarios hacia los internos es, según Daniel, el pensamiento de que “ellos tienen todo y nosotros los policías no tenemos nada”. Cuenta que una de las tantas veces que asistió a los módulos, le pidió a los policías que le bajaran a determinadas PPL y uno de ellos le dijo: ‘¿Por qué ellos tienen atención psicológica, atención médica y medicamentos gratis, y nosotros tenemos que ir al hospital policial a hacer cola, sacar fecha, te demoran tres meses para que te den la medicación?’ Es esa la rivalidad: por qué ellos tienen todo, por qué ellos acceden a cosas más fáciles”.

El elevado nivel de violencia también se debe a las condiciones de trabajo. Según Claudia, muchas veces “hay un solo policía para controlar todo un módulo, en donde hay más de 400 o 500 personas, entonces la única solución que encuentran es dar palo”.

Después de las ocho horas

Claudia asegura que es imposible desenchufarse de la realidad de la prisión cuando finaliza el horario de trabajo: “Imagínate cuando volvés al otro día, porque no es un día solo, entrás todos los días al infierno, te invade el pánico. El nivel de estrés es brutal, porque estás ocho horas trabajando cuidándote de la policía, cuando tendrían que estar para protegerte”. A su vez, asegura que, más allá de la violencia, “estás trabajando con personas muy dependientes, absorbiendo permanentemente la problemática de ellos”.

Johanna Muñoz, psicóloga de la Unidad Nº5 “Femenino”, opina lo mismo. Según ella, al escuchar situaciones desoladoras de los internos, sale con una tristeza que no es la de ella: “Acá la mayoría de las mujeres fueron abusadas de niñas, nacieron en contextos de pobreza, de desolación. Son historias muy dolorosas. Entonces, es imposible que uno no salga afectado”. Asegura que cuando trabaja en cárceles nota que está más cansada y más cuando surge algún disturbio:  “El lunes hubo una requisa espantosa, guardia republicana, piedras, tiros, entonces cualquier ser humano frente a esa situación después no puede llegar a la casa como una jornada más”.

Hace un tiempo Johanna tuvo que dejar de atender a un paciente porque la estaba afectando psicológicamente. Se trataba de un recluso del módulo 14, lugar en donde se encuentran los ofensores sexuales. Ella es mamá de dos niños pequeños y no resistió trabajar con esos pacientes, así que pidió cambio de sector. “Me pasaban cosas como, por ejemplo, que cuando me contaban situaciones de agresiones a niños, de violación o de muertes, yo necesitaba que esa persona dejara de contar eso, porque me daba bronca, más allá de sus argumentos o justificaciones. Además, cuando me iba a mi casa no podía dejar de pensar”.

Para Johanna hay gente que no debería estar trabajando en centros penitenciarios porque, según ella, hay funcionarios que no están bien y en el contexto de las cárceles todo se amplifica. Además, asegura que muchos funcionarios se ponen a la misma altura que las internas y discuten en los mismos términos. “No sabés cuál es realmente la usuaria y cuál es el funcionario. La túnica blanca diferencia, pero no diferencia. Debería haber un test psicológico a la hora de ingresar a trabajar en las cárceles”, afirma.

A Daniel le pasó algo parecido que a Johanna, él también tuvo que trabajar con los ofensores sexuales y acabó pidiendo un cambio de sector: “Trabajé con violadores y saca tus peores fantasías. De que son tíos, de que son abuelos, entonces uno piensa en dejar a los hijos con el suegro o con el tío y te agarra el miedito. O que van a lo de una amiga a dormir y no”. Pero, a diferencia de Johanna, Daniel intenta separar lo que es el trabajo de su vida privada. Asegura que cuando llega a la casa, como su esposa es muy sensible, trata de no contar las cosas que le sucede o ve en el trabajo: “Me pregunta cómo me fue y le digo bien, y quizá es el peor día. De comernos motines, de quedar trancados y no poder salir, y llegás a tu casa y cambiás la cara y tratás de que no te afecte”.

En la misma línea, Marcelo, enfermero del ex-Comcar, afirma que también deja el trabajo fuera de su vida privada o cree poder hacerlo, porque, según él, sin una mirada técnica, no puede saber si en realidad no lo está afectando: “Yo no hablo del trabajo en mi casa salvo cosas muy macro, yo no me siento a hablar de pacientes. Pero eso es hablarlo explícito. Ahora, si vos me decís si eso me afecta, yo creo que a todos nos afecta, porque capaz yo no lo vuelco de manera explícita, pero a lo mejor me enojo con mis hijos o con mi esposa por tal motivo y capaz eso es por estar guardando la presión que recibo en la cárcel”.

La mayoría de los funcionarios coinciden en que la cárcel afecta drásticamente la salud mental, ya sea por el ambiente de trabajo, por el hecho de trabajar con personas que están privadas de libertad o por las situaciones de violencia que presencian a diario. Algunos lo perciben de manera más explícita contrayendo enfermedades y otros lo observan en sus comportamientos. Los funcionarios de los centros penitenciarios uruguayos no reciben asistencia psicológica, pero el sindicato de operadores está trabajando en conjunto con el sindicato de ASSE para obtener este beneficio, ya que lo consideran sumamente necesario.

Por Pamela Saettone