Claudia es una mujer corpulenta que camina sin guardar demasiada delicadeza. Tampoco lo hace al hablar y parecería que los asuntos prefiere resolverlos rápido. Apenas verla queda claro que es fuerte. Y que allí se la respeta. Pero esa fortaleza se quiebra en milésimas de segundos cuando se enfrenta al teléfono para realizar una llamada particular. La invade el miedo, el cuerpo le tiembla y no sabe cómo afrontar la situación. No sabe qué decir.

No le pasa muy seguido, es cada cuatro o cinco meses, cuando su madre la habilita a hacerlo. Del otro lado, son las voces de sus hijos las que le dejan helada y sin palabras. Siente que no los conoce y que no los vio crecer; aquellos niños a quienes ella invitaba a jugar son ahora adolescentes. Y ni siquiera sabe qué les gusta comer.

Claudia ahora está sentada en una silla blanca de plástico en medio de un salón en el que hace más frio que en el exterior y hay unas pocas mesas con sillas a su alrededor. Viste un jean celeste, una sudadera y championes deportivos. Lleva el pelo corto, casi blanco, rapado en los costados. A su izquierda, grandes ventanales dejan entrar luz de la calle. A su derecha, oscuridad y un murmullo constante del que logran resaltar algunos gritos que mueren pocos segundos después silenciados por el mismo murmullo. Es el volumen cotidiano de la Unidad Nº5 “Femenino” -más conocida como Cárcel de Mujeres-. La misma en la que hay reglas propias del lugar, códigos que respetar, cosas que se saben pero no se dicen y en la que Claudia vive hace nueve años y ocho meses.

Pero ya se va. Claudia ya se va. Lo repite una y otra vez.

Cosa de mujeres

Hormigón blanco gastado al que se aferran ahora manchas amarillentas, consecutivas ventanas que transforman la fachada casi en un damero y ropa de colores flameando hacia afuera dejan claro que la Cárcel de Mujeres es una prisión, aunque esté inmersa en un barrio. Ubicada en Colón, a pocas cuadras de la terminal y del Centro Hospitalario del Norte Gustavo Saint Bois, aloja a alrededor de 250 privadas de libertad.

La directora de la institución desde marzo de 2017, Diana Noy, explica que al llegar al cargo notó una mala distribución de las privadas de libertad, lo que generaba disturbios y aislamiento en algunos casos, por lo que decidió reorganizar el edificio según tres de los cuatro regímenes que establece el Instituto Nacional de Rehabilitación (INR): confianza, media y máxima seguridad. El centro aloja a todas las reclusas del área metropolitana y algunas provenientes del interior, por lo que en palabras de Noy es “el penal de mujeres del INR”. No hay en el recinto lugares de mínima seguridad, como pueden ser las chacras que se ubican en el interior del país.

Claudia está en el sector oeste de la cárcel, en la división conocida como “primero o”, que es de seguridad media. Quienes están recluidas allí no tienen la misma libertad que en los sectores de confianza -en los que prácticamente se puede circular con total libertad- pero tampoco están aisladas por una reja, como sí ocurre en los niveles de máxima.

Habla fuerte pero con los dientes apretados. Mira fijo, con una mirada llorosa, y le importa que el que está del otro lado entienda lo que quiere transmitir, así que se asegura después de concluir cada frase: “¿Entendés lo que te quiero decir?”, “¿es así o no es así?”.

Claudia cuenta que en prisión aprendió a vivir con el dolor. No solo por tener lejos a sus hijos y al resto de su familia, sino también por la muerte de un hermano poco antes de ingresar a la cárcel. “Mirá si seré de mente fuerte, que se me fue en mis brazos”, reflexiona.

Durante los primeros meses sin libertad encontraba la calma en las drogas, pero un tiempo después entendió que no era lo mejor y que si quería seguir viendo a sus hijos debía terminar con la adicción. “Cuando sentía dolor, ¿sabés qué hacía? Atacaba con mi brazo”, dice mientras se remanga la remera. Ese mismo brazo que cargó la muerte, fue testigo tiempo después de dolor físico. Las cicatrices de los cortes, una al lado de la otra, le ocupan gran parte del antebrazo en que la textura de la piel ya es otra.

Según un informe de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), en 2015 un 17,9% de los privados de libertad en Uruguay fue hospitalizado por autolesionarse. La coordinadora del Servicio de Atención Integral para Personas Privadas de Libertad (SAI-PPL), Mónica Rossi, explica que el corte tiene un simbolismo especial en las personas privadas de libertad. Cortarse implica poder descargar lo que no sacan a través del llanto. “El dolor físico lo toleran mucho más que el emocional y eso tiene que ver con la vulnerabilidad”.

Hoy, Claudia dice haber encontrado alivio en la fe; cuenta que en su habitación tiene un cuadro enorme de Jesús frente al que se sienta y reza. Sin embargo, confiesa que a veces siente impotencia y le dan ganas de tomar pastillas.

En la policlínica del lugar le dan cinco pastillas -entre estas cinco menciona dos Quetiapinas- de las cuales solo dice tomar un cuarto de una. “¿Te acordás cuando me tomaba las bolsas?”, le pregunta al guardia que la acompaña. Juntos recuerdan un episodio en el que Claudia tuvo que ser internada por haber ingerido 80 pastillas. “¿Viste cuando a los hijos no los ves, no los ves?”, dice moviendo la cabeza con un gesto de resignación. Y retoma: “Mirá que acá tenés que ser fuerte de mente para salir adelante”.

Rossi estima que en Cárcel de Mujeres alrededor de la mitad de las reclusas están medicadas. Guardias penitenciarios del lugar declaran que a simple vista el total de medicadas parece ser mayor y estiman que la cifra está en torno a un 60% del total de esa población. De hecho, según datos aportados por ASSE en febrero de 2018, el 2017 cerró con 163 reclusas diagnosticadas con patologías mentales, lo que alcanza un 64% del total. En Santiago Vázquez, hay 186 reclusos diagnosticados con trastornos psicológicos y en tratamiento farmacológico de un total de 3 547 presos. La cifra de intentos de autoeliminación también es mayor si se compara la prisión femenina con la masculina: a lo largo de 2017 en la Unidad Nº5 hubo diez, mientras que en la Unidad Nº4 fueron cuatro.

—¿Cómo conseguiste 80 pastillas?

—Esas 80 pastillas… -mira fijo y a diferencia de otras respuestas precipitadas, esta vez hace una pausa antes de retomar-. Se encuentran tantas cosas acá. Estamos en una cárcel, se encuentran tantas cosas acá… Pero depende de uno y de la voluntad de uno no hacerlo.

En la policlínica ubicada en la Cárcel de Mujeres, que pertenece a SAI-PPL, dicen que el episodio de las 80 pastillas no ocurrió en esa unidad. Tampoco pueden decir si Claudia tiene algún diagnóstico psiquiátrico o si está medicada. Por lo pronto, ella confirma que no acude al psicólogo. “No, no voy a hablar con nadie ahí pero capaz necesitaría ir para ver por el tema de mis hijos. Ahora que están grandes no se qué les voy a decir”.

La directora de Cárcel de Mujeres asegura que las únicas internas que padecen trastornos psiquiátricos se encuentran internadas en el Hospital Vilardebó. En cuanto al consumo de medicamentos psiquiátricos, sostiene que está vinculado a un factor cultural. “La mujer uruguaya toma mucha medicación psiquiátrica, la que está acá y la que no está. En mi opinión, esa medicación no tiene tanto que ver con una patología psiquiátrica sino con una situación de la mujer uruguaya: la depresión. Y acá se ve complejo en el hecho de que tenés a todos tus seres afuera y la mujer es una persona vinculada al relacionamiento con la familia, con lo privado. Y eso acá se pierde. Pierde el sentido de hacer y de ser”, expresa Noy.

No obstante, admite que hay consumo y tráfico de medicamentos y drogas. En la semana del 15 de setiembre encontraron siete paquetes de drogas y medicación en el predio, que está pegado a la calle. Los guardias afirman que esto ocurre con bastante frecuencia. Basta con que algún conocido tire un paquete desde afuera con un poco de fuerza y este no sea descubierto para que las reclusas se abastezcan. Esa misma semana a dos chicas se les hizo lavaje de estómago para sacarles las 30 pastillas que habían ingerido.

Octubre 2017. Sector O de la Unidad Nº5 “Femenino”. Foto: Faustina Bartaburu

Que no les falte nada

El cable ondulado del teléfono pegado a la pared cuelga unos metros para abajo y una chica apoya el tubo con fuerza sobre su oído derecho. Está de cuclillas, con las piernas separadas casi tocando el suelo con la cola, totalmente abstraída del ambiente de luz tenue que la rodea.

Claudia pasa por detrás acarreando tres bolsas de medio metro de alto transparentes que dejan ver una mezcla de ropa de distintos colores en su interior. Se acerca a la puerta, la guardia penitenciara le abre y ante los reclamos sin tapujos y en tono alto de las mujeres al otro lado, distribuye la ropa de una manera que parece ser equitativa. Es la ropa de su pareja que esta mañana se fue en libertad.

Claudia y su novia se conocieron dentro de la cárcel y hace un año y diez meses que están juntas. Claudia está tranquila porque apenas salió se comunicó con ella. En el cuarto que compartían ahora está sola: “Somos presas viejas y los códigos los tenemos”.

Pese a que ante ojos ajenos el ambiente parece corrosivo y agotador, a ojos de Claudia el trato allí adentro es bueno. “Ojo, a veces alguna discusión hay, las tenemos, porque estamos en una cárcel, ¿entendés?”.

—Un día normal, que viene a ser un domingo, descanso, estoy en mi cuarto, leo.

— ¿Y un día de actividad?

Los lunes a las ocho de la mañana tiene que estar cumpliendo con el trabajo que le fue designado. Sus manos grandes descargan harina, leche u otros insumos para la comida que la institución brinda. Ahora el trabajo no le cuesta demasiado esfuerzo, después de tantos años ya es costumbre. Mientras narra su rutina, una compañera de sector interrumpe con un grito desde lejos:

—Claudia, ¿con quién puedo hacer el trabajo?

—La Flavia, ¡que se mueva!

Además de trabajar, también estudia peluquería, escenografía y toma clases de liceo. “Ya está esto, me quiero ir”, repite una y otra vez a lo largo de la charla. Lo que más quiere es volver a conectarse con sus hijos, que desde hace ocho años están bajo el cuidado de su madre. El día en que cayó presa fue la última vez que vio a sus hijos mayores en los siguientes seis años. En ese entonces, los niños tenían tres y cuatro años.

Al reencontrarse, Claudia insistió a su hijo más grande en que se sintiera libre de preguntar lo que quisiese, que ella no le iba a mentir. Él solo respondió que no estaba enojado. Hace cuatro años, tuvo su tercer hijo estando en la cárcel. Y la situación se volvía a repetir: un guardia le sacaba a su hijo de las manos al igual que ocho años atrás. A pesar de que tenía la posibilidad de permanecer junto al niño en el recinto, prefirió no hacerlo sufrir y que se criara junto a sus hermanos, afuera.

El más chico tampoco guardó rencor a su madre. “Un día que vino, se me paró enfrente y me dijo: ‘¿Vos sos mi mamá?’, yo le dije que sí y él me abrazó. No se apartó de mí, ¿entendés?”, cuenta Claudia con orgullo.

A pesar de que siente que su madre la desconectó de sus hijos, entiende que no hay nada que pueda reprocharle. Esa abuela fue, a la vez, madre de los niños;  los crió y les dio la educación pertinente. Entonces retoma su determinación por salir: “Ya me les voy. Por algo tenía que pasar por esto, aprendí muchas cosas también acá adentro y mañana no me voy a tropezar con la misma piedra, porque ya está, ya lo viví y no es lo que quiero para mi vida”, dice con convicción.

Al lado de las sillas en las que estamos enfrentadas, una mujer está sentada sobre una mesa de comedor para seis personas. Está muy cerca pero su presencia se difumina con el pasar del tiempo. Cuando por fin tuerzo mi cuello para observarla, la veo en la misma posición recta en que se encontraba cuando llegamos. Seguramente esté escuchando lo que Claudia dice, pero no mira. Tiene la vista clavada a la ventana que da hacia la calle.

“¿A dónde vaaas?”, grita otra reclusa desde un pasillo que hace retumbar su voz y me hace desconcentrar por un segundo del relato de Claudia.

Claudia ya se va. Vuelve a decirlo haciendo énfasis al golpear una mano sobre la otra. Dados sus años de estudio y trabajo allí dentro, en diciembre su pena quedaría cumplida si se tiene en cuenta la redención. De todos modos, también piensa que podría llegar a irse en “la gracia”, una oportunidad a fin de año en que las reclusas con sentencia penal pueden ser dejadas en libertad si el juez así lo decide.

Así que ahora está pensando en la forma de salir con un trabajo para poder tener una casa y darle de comer a sus hijos. No quiere que les falte nada más, ya bastante les faltó. Claudia se quiere ir. Pero entiende que la cárcel era necesaria en su vida: “Yo creo en Dios y pienso que por algo pasan las cosas en la vida, capaz si no estuviera acá estaría adentro de un cajón, ¿me entendés?”.

Se busca

Es jueves 12 de octubre. El procedimiento de siempre en Colón se repite: entregar la cédula, pasar por el escáner y atravesar la puerta que, paradójicamente, confiere total libertad de circular por donde se quiera; al menos en el piso inferior en el que se encuentra la enfermería, un enorme patio y un centro de recibimiento. Y de nuevo el hormigón gastado y las prendas flameantes.

Para llegar a donde se encuentra la operadora que hará de nexo con Claudia, hay que subir cuatro pisos por escalera, por la que también circulan algunas reclusas. Algunas saludan con amabilidad, otras prefieren ignorar. La funcionaria hace cuatro años que trabaja allí y cree que en el último tiempo ha percibido un cambio positivo en la mujer que está próxima a salir; ya no grita y pega cuando tiene un problema, ahora se acerca y habla con calma.

Apenas han pasado unos minutos de las 16 horas y el candado está puesto en la puerta de su cuarto. “Debe estar en educación”, dice la guía. “Hola, ¿cómo están? Claudia Ferreira, ¿está acá?”. La operadora a cargo de la puerta del sector educativo repasa con el dedo la lista de ingresos y egresos. Claudia no está allí y por el teléfono confirman que en área de deportes tampoco.

“Esto es lo que se supone que no debe pasar pero si querés probamos a ver si está en el patio, aunque no debería”, comenta la chica vestida con un polar celeste que distingue a funcionarios penitenciarios de policías.

En el patio tampoco. Tal vez enfermería. Nada. En la puerta de la policlínica, mientras varias esperan a ser atendidas, una reclusa con una herida en su ojo izquierdo sugiere que a lo mejor esté tomando mate en una zona al aire libre que Claudia suele frecuentar. En el lugar un tanto apartado hay dos máquinas de panadería en desuso, olor poco agradable, mucho barro y una bandada de palomas.

-¡Claudia!, retumba la voz de la funcionaria bajo la estructura vieja. Nada.

El sector en el que vive parece ser el mejor lugar para esperarla; la cárcel es grande y podría estar en cualquier lugar. Antes, la funcionaria decide probar suerte en el sector de deportes. “Mala” de la cantante de cumbia Agustina Padilla suena fuerte mientras una decena de reclusas saltan steps -algunas de chancletas, otras más equipadas con championes- en la clase de boxeo. Claudia tampoco está allí.

—Hola, negro, por las dudas ¿Claudia Ferreira está ahí? ¿No? Bueno, gracias.

—Hola, Gabi, ¿no la viste a Claudia Ferreira? ¿Para nada? Bueno, gracias.

—Andrés, ¿cómo estás? Por casualidad, ¿no la viste a Ferreira, la del “primero o”? Dale, gracias, si la ves decile que venga para acá, para el sector.

Seis llamadas sin fruto. Tres chicas de calza ajustada entran a la sala de los operadores con el volumen al máximo. Se quejan de una funcionaria que al parecer les frenaba lo más preciado que tienen: sus visitas. De fondo, cada dos o tres minutos se oye el mismo grito: “Ope”, es la palabra clave para que un operador se acerque a la puerta del sector a abrir. Mientras escucho las quejas de las reclusas, una tercera entra y me da la mano.

—Hola, ¿vos sos de Derechos Humanos?

—No, soy estudiante de Comunicación.

—Ah, me dijeron que eras de DDHH y quería hablar con vos.

Se da vuelta y se va. Dos funcionarias penitenciarias entran y dicen no haberla visto. Una de ellas corrobora si a la persona que buscamos es la misma que tiene en mente: “¿El varoncito?”, pregunta. La otra dice que ella la vio salir temprano, pero no le sorprende su ausencia: “Esta Claudia, viste como es…”.

Una voz fuerte anuncia que la buscada finalmente ha llegado: “Estoy en educativo, ¿no me viste?”, le pregunta a la operadora sonriendo. “Hace mucho frio pa´ estar escapado”.

Lleva puesto un jogging y una campera de nylon azul oscuro y su pelo casi blanco se esconde bajo una gorra de lana a rayas grises y azules. Con su tranco poco elegante caminamos hasta el mismo salón en que charlamos la primera vez. Aunque la delicadeza no parece distinguirla, la amabilidad aflora a la hora de sentarnos; da vuelta una silla y ofrece asiento. Ella prefiere sentarse sobre la mesa. Esta vez parece estar más tranquila, habla con mayor fluidez y sus ojos no miran tan fijo. Tampoco brillan tanto.

La salida sigue siendo la prioridad absoluta y lo primero que menciona al hablar. No obstante, dice que las actividades que hace no tienen ese único fin: “Hay personas que hacen las cosas por redención, ¿viste? Y obvio, está bien, pero yo hago más lo que a mí me gusta. Ahora me colgué en escenografía pintando un cuadro grande”.

Pero Claudia ya se va. Se está organizando porque en diciembre ya se va.

Una de las preocupaciones que le vienen a la mente a la hora de pensar en el afuera es el trabajo. Su novia, con la que mantuvo contacto desde que salió, ya ha recorrido varios lugares sin suerte. También visitó el Ministerio de Vivienda en busca de un hogar ya que estas semanas estuvo viviendo en la casa de otra compañera de la cárcel.

A la novia de Claudia, que trabajó cuatro años, solo le pagaron dos “peculios”. Ella hace seis que trabaja y piensa que con eso le dará para comprarse una casita una vez que esté fuera. Pero no sabe exactamente a cuánto equivale cada año y tampoco quiere hacer la cuenta para no generar mayor ansiedad. “Cuando sepa la fecha voy a calcular bien porque si tengo 10 mil no voy a gastar once, ¿entendés?”.

Sentada sobre la mesa de madera con las piernas colgando dice sin mucha convicción que también ha hablado con su familia en estas semanas, aunque confiesa que a su madre a veces “se le da un poco vuelta la mente” y le manda mensajes que parecen ser para otro destinatario a propósito; entonces Claudia aprovecha para preguntarle por sus hijos.

Con la boca apenas temblando se anima a pronunciar:

—La verdad es que le doy gracias a Dios porque puedo comunicarme con ella.

— ¿Yo podría comunicarme con ella?

Mueve su cabeza de un lado a otro primero sin emitir sonido. Y luego responde:

—No. No porque ni yo puedo hablar con ella.

Una persona que trabaja en la clínica de la unidad dice -contrario a una declaración previa de otro trabajador del mismo lugar- que el episodio de las 80 pastillas sí ocurrió ahí y que a menudo ella llama angustiada. Pero el testimonio de Claudia es otro:

—Ayer me mandaron llamar de la clínica para que fuera a hablar, ¿sabías?

—¿Y? ¿Fuiste?

—No, no fui. Estaba cansada.

—Capaz si vas te pueden ayudar con el tema de tus hijos.

—No, pero yo estoy bien. Estoy tranqui.

La clase de metafísica ya empezó. Entre 20 y 30 chicas privadas de libertad escuchan atentas al profesor que apoya sus ideas con una presentación de Power Point poco moderna. “La metafísica es el arte del buen vivir”, explica, mientras en la primera diapositiva solo puede leerse “sé feliz”.

Una cruz plateada y de gran tamaño cuelga del cuello del profesor, pero a los pocos minutos de comenzar la sesión aclara: “Esto no es religión”. Cada tanto levanta el tono y señala a una de las chicas con su mano llena de anillos dorados, le habla de frente y en tono muy alto. Pero a los pocos segundos recupera la sonrisa que intenta llevar en todo momento. Algunas asienten y otras lo miran con cara de sospecha. Unas cuatro o cinco chicas tienen sus cigarrillos encendidos. Una de ellas -no debe tener más de 20 años- entrecierra sus ojos cuando da una pitada sin sacarle los ojos de encima al docente.

Otra escupe un resto de tabaco que le quedó pegado en la lengua y mueve su cabeza en señal de apoyo al “facilitador de educación”, como prefiere que le llamen. De repente, la conversación de dos chicas parece molestarle, y no duda en hacérselo saber. Claudia, mientras tanto, yace poco erguida sobre una silla con las piernas separadas y forma parte del grupo de las que escuchan atentas.

El docente dice que ellas son ejemplos para él; que al verlas se acuerda de su paso por la cárcel y de que no quiere volver a estar allí. También menciona que tuvo problemas de alcohol y que estuvo internado en un manicomio. Pero la metafísica “lo salvó” y hoy todo lo que hace es practicar el buen vivir. Habla de energías positivas, del karma y de intentar evitar la “llama violeta”, una especie de energía oscura que al parecer aflora con facilidad.

Tras una hora de clase se despiden. Al pasar por la biblioteca, entre los libros hay novelas, cuentos y literatura en inglés y Claudia, como era de esperar, dice que sus preferidos son los de metafísica.

Mientras me consulta qué me pareció la clase, vuelve a aparecer la chica que más temprano me dio la mano. No le importa que no sea de Derechos Humanos, necesita hablar. En pocos segundos lo larga todo. Cuenta que durante la requisa de la semana anterior, en la que se generaron disturbios, fue trasladada a otra cárcel por unas horas y “nadie se hizo cargo de ese traslado”. “¿Cómo puede ser que te saquen en cualquier momento y después digan que no firmaron para autorizar eso?, eso pasa todo el tiempo acá”, dice la chica que no debe de superar los 20 años.

Ya en la sala de recibimiento, Claudia se despide. Me pregunta cuándo tengo pensado volver y le digo que mediados de noviembre parece una fecha conveniente. Está de acuerdo, y agrega: “Después en diciembre ya nos vemos en la calle”.

Diciembre 2017. Sector O de la Unidad Nº5 “Femenino”. Foto: Faustina Bartaburu

Hoy no

Llega noviembre. Claudia, junto a varias compañeras, está trabajando hoy en la remodelación del último piso que solía ser de máxima seguridad. Las viejas celdas que un día fueron equivalentes a calabozos guardan en sus paredes frases de amor y congoja escritas con lápices de colores. Todo el dolor de quienes pasaron por allí, está ahora oculto bajo una capa de pintura del blanco más puro.

Con la cara llena de restos de esa pintura aparece Claudia. Lleva puesta una bata que le protege la ropa y un sombrero de ala chica. Ante el llamado, sale de una de las antiguas celdas en las que está trabajando. Tiene cara de cansada, los ojos brillantes y mala disposición.

“Hoy no quiero hablar. Vení otro día”, es todo lo que dice.

Incertidumbre 

Falta una semana para Navidad y Claudia sigue presa. Nadie sabe cuándo se irá: ni ella ni los administrativos del centro penitenciario. La autorización para liberar a una reclusa llega por medio de un llamado del juez, sin previo aviso. “Juntá tus cosas que te vas”, es la frase más esperada por las personas privadas de libertad. No obstante, eso no parece ser así para la mujer que lleva casi una década en la cárcel.

Esta vez está encerrada en su pieza. Por alguna razón que nadie sabe explicar, fue trasladada a una zona de menor seguridad. Una funcionaria golpea la puerta y le informa que la buscan para hacerle una entrevista.

“Se habrá confundido, debe estar buscando a la otra Claudia”, dice la misma voz con la que hablé tiempo atrás.

Dos funcionarias y otras reclusas advierten que “Claudia es complicada” y que si está en un mal día no hay nada que se pueda hacer. Una de las operadoras cuenta que hace pocos días le gritó muy fuerte en una discusión y que luego confesó que su salida la tiene “muy mal”. “Hace varios días que no sale del cuarto”, dice una compañera.

Claudia ya se va, pero aún no se fue.

Cansancio

Es 23 de enero y el calor se hace sentir. Las reclusas circulan de chancletas y short por el centro penitenciario. Claudia sigue en Colón. Según una operadora, la mujer volvió al “sector o” motu proprio. Aunque sea de mayor seguridad, allí dice sentirse más cómoda.

Un operador cuenta que a fin de año “se mandó una grande” que podría estirar su pena, aunque ella siga insistiendo en que está próxima a salir. “El 31 de diciembre estaban borrachas y junto con otra reclusa rompieron los vidrios del piso de arriba”, narra el hombre, quien además cuenta que los altibajos emocionales son comunes en Claudia pero que la proximidad de su libertad los ha vuelto aún más frecuentes.

Claudia está, de nuevo, encerrada en su cuarto.

Está cansada, no quiere salir.

 

*El nombre de la protagonista de este reportaje fue modificado para preservar su identidad.

Por Faustina Bartaburu