“Entré a la cárcel y no sabía que estaba enfermo. Vos no te das cuenta, pero sabés que algo anda mal. Tu cabeza está mal y eso es lo que te lleva a cometer delitos, en mi caso de sangre”.
Así recuerda José Luis, de 42 años, cómo se sintió al ingresar a la Unidad Nº13 (Cárcel de Las Rosas). Allí estuvo tres años luego de cometer un crimen que lo llevó a perder su libertad y del cual se manifiesta arrepientido. Tras realizar un proceso personal que le llevo diez años, hoy se encuentra más tranquilo, cómodo y con una expectativa distinta respecto a su futuro. Gran parte de ese cambio se debe a su paso por el Hospital Vilardebó.
José Luis Formó parte de la sala 11, donde se encuentran los pacientes judiciales, desde que llegó en el año 2011. Allí se alberga a personas que son inimputables o que están cumpliendo una pena y son trasladadas a este hospital por descompensaciones graves como cuadros de ansiedad, trastornos depresivos o intentos de suicidio.
“Si yo estaba loco, en la cárcel estaba diez veces peor. No podía dormir, vivía todo el día temblando y cuando estaba acostado me venían convulsiones. Estaba en una pesadilla las 24 horas”, afirma José Luis, quien fue tratado en la cárcel antes de ser trasladado al Vilardebó.
El papel del Estado
Con el ingreso de la Administración de los Servicios de Salud del Estado (ASSE) a varias cárceles disminuyó la presencia de personas privadas de libertad en instituciones psiquiátricas, ya que los reclusos encuentran cierta contención en las prisiones a la que en otros momentos no podían acceder. El médico que trató a José Luis en la Cárcel de Las Rosas le recetó un medicamento que le permitió transitar el día a día más tranquilo y luego de tres o cuatro consultas le recomendó ir al Vilardebó, hecho que aceptó sin dudar.
La psicóloga Cecilia Baroni, fundadora de Radio Vilardevoz, una experiencia radial terapéutica que funciona en el propio Hospital Vilardebó, explica que previo al ingreso de ASSE a las cárceles había un abandono importante en el abordaje de este tipo de temas. Además, señala que medicalizar a los pacientes no es la solución final a este tipo de problemas. “Estar lejos de todo es un castigo grande, es perder los afectos, y de acuerdo con lo que hiciste y con el tiempo que vas a estar adentro, si no podés hacer cosas que tengan que ver con el uso de tu tiempo, con entender lo que hiciste e intentar repararlo, se termina generando un monstruo en cinco años”.
Baroni afirma que “se está intentando generar un marco jurídico, cultural y social que es más en relación con los Derechos Humanos”. Es decir, se busca que algunos ciudadanos mejoren sus condiciones y así erradicar ciertas malas prácticas. De todas maneras, la falta de recursos genera ineficiencia en aspectos clave y esa es la principal problemática de la salud mental en la cárcel.
“A nosotros nos pasó de ir a la cárcel y encontrarnos con una persona que caminaba por las paredes y que no recibía atención ni allí, ni en Vilardebó. Tuvimos que pedir que lo atendieran porque no podía con su proyecto educativo y luego nos llaman para decirnos que no lo encontraban en la cárcel. La población de reclusos es tan grande que muchas veces se complica esta tarea y el sistema hace lo que puede porque no logra acceder a todos lados”, sentencia Baroni.
El proceso
El Derecho cumple una función clave en el proceso y el futuro de los individuos que cometieron un delito. Luego de que una persona haya ejecutado el hecho delictivo, un juez solicita una pericia psiquiátrica para conocer el estado mental del acusado. “La misma la realiza el psiquiatra forense y entre varias cosas que evalúa la que más nos importa es que nos diga si la persona en el momento que cometió el hecho podía comprender la ilicitud de este. Capaz que hoy está alterado, pero esta persona fuera de esta situación comprendía lo que realizó”, afirma el Juez Letrado en lo Penal de 2º Turno de las Piedras, Alejandro Asteggiante.
En el caso de que se constate que esa persona es inimputable (cometió un delito, pero tiene una patología psiquiátrica) inmediatamente debe ser derivada al Hospital Vilardebó, donde no cumplirá una pena, sino que realizará una serie de medidas denominadas “eliminativas” para su tratamiento y rehabilitación. Estas permiten que, con el paso del tiempo, si la persona se estabiliza, lleve a cabo un régimen ambulatorio, que pueda ser llevado a otro centro o incluso quede bajo el cuidado de su familia, siempre y cuando se justifique su evolución.
Quienes se entienda que comprendían lo que hacían al momento de cometer el delito son imputables y luego de que lo defina el juez su destino es la Unidad de Ingreso, Diagnóstico y Derivación (ex Cárcel Central). “La ex Cárcel Central recibe a todas las personas procesadas del país de las diferentes reparticiones de las jefaturas de Montevideo con el correspondiente informe jurídico y posteriormente se elaboran todas las evaluaciones de tipo médico y de seguridad y se las clasifica como primarios y reincidentes”, expresa el Ministerio del Interior.
Según el grado de complejidad del delito cometido, se define a qué área es llevada la persona privada de libertad. Al sector de alta seguridad ingresan los que cometieron delitos violentos, pertenecen a grupos criminales o reinciden en delitos complejos. Los del sector media cerrada son manipuladores o incapaces de medir sus impulsos, mientras que los de media abierta son los que tienen un buen vínculo y un sostén familiar. Por último, están los de mínima seguridad y son los que tienen un buen vínculo y están próximos a ser rehabilitados.
La situación cambia en caso de que la persona viva en el interior. En estas ocasiones, salvo que el delito sea muy grave y tenga que ser trasladado a una cárcel de Montevideo, los reclusos cumplen su pena en una cárcel cercana a su lugar de origen evitando el desarraigo familiar.
Luego de pasar por una serie de estudios, se define dónde se aloja al preso para su tratamiento. Los jueces pueden jugar un papel importante en este sentido ya que, en ocasiones, los propios reclusos intentan convencerlos de ir a una cárcel o a otra. “Muchas veces ellos piden para hablar con el juez para que no los mande a tal lugar, pero lo único que podemos hacer es poner en el oficio judicial que le tenemos que dar a la policía, que se sugiere que tal persona no tiene que estar en tal lugar en virtud de lo declarado. Pero no siempre se tiene en cuenta”, explica Asteggiante.
Estos pedidos suelen estar enmarcados en la posibilidad de que ellos o algún familiar del propio recluso haya tenido inconvenientes, afuera de la cárcel, con alguien que está adentro y así evitar disturbios o incluso la posibilidad de que su vida corra peligro por hechos cometidos en el pasado.
De la cárcel al Vilardebó
Tal como le sucedió a José Luis, son varios los reclusos que estando en la cárcel llegan al Vilardebó. Los motivos pueden ser variados, pero la depresión, la ansiedad o los intentos de suicidio son las principales causas por las que personas privadas de libertad (PPL) llegan a este hospital para transformarse en un nuevo paciente judicial. Arriban al hospital psiquiátrico para ser estabilizados y en ocasiones para estar más “tranquilos” que dentro de la cárcel.
Pese a esto, Baroni no tiene tan claro que ese traslado sea por un tratamiento, sino simplemente para apaciguar los síntomas. “Si vos tenés una persona que se quería matar y sigue con ideas de muerte y lo único que piensa es en cómo lo va a hacer y no cede con medicación, puede haber un traslado, pero es para que el tipo esté más tranquilo, para que no tenga la dinámica de la cárcel. Le dan medicación y cuando está compensado vuelve. Eso no es un tratamiento, al poco tiempo va a volver al Vilardebó. El único tratamiento que se sigue es el medicamentoso”, manifiesta, aunque en el caso de José Luis, su experiencia en el Vilardebó fue muy positiva.
El sector de los judiciales está lejos de ser la panacea: consiste en una sala de encierro donde solamente hay un patio, pero para el exrecluso, los calabozos del Vilardebó son “otra cosa” comparados con la cárcel.
“Cuando me crucé con el Vilardebó no lo podía creer. Ni la comida podía creer. Yo miraba los carros de comida y eran increíbles. Me bajaron a la 11 y el cambio lo noté en todo. Era un lugar más tranquilo porque no tenías requisas, no te rompían nada y acá era un mundo diferente. Pasar de aquel infierno al Vilardebó es muy distinto, aunque sigas privado”, explica José Luis.
Fue en el hospital donde le avisaron que había cambiado su caratula y que ahora había sido declarado inimputable por lo que se quedaría allí. Pasó 6 meses en la sala 11 y 2 años y medio en la 10, donde continuó un proceso en el que había mejorado gracias al tratamiento.
Pese a que se sentía mejor, nunca lo habían diagnosticado con ninguna enfermedad, aunque luego de un tiempo en el Vilardebó definieron que lo que él sufría era esquizofrenia y lo trataron con Olanzapina y Aripiprazol. “Todavía los sigo tomando porque me dieron el toque ideal para estar como estoy hoy”, afirmó.
Hoy José Luis vive en la Casa del Trébol y trabaja en el lavadero Dodici, que está conformado por pacientes del Vilardebó que se ganaron la confianza y que están en la etapa final de un proceso, que para José Luis duró diez años y aún continúa.
“En la 11 me porté bien y me dijeron que me iba a la 10. Y cada vez tenía más libertad. Comencé a trabajar en la huerta y después en el taller donde conocí a Selva”. Selva Tabeira es una enfermera del Vilardebó que desde 2008 encabeza un taller donde trabaja con pacientes de la sala 10 y 12 que luego pueden llegar a la Casa del Trébol. La misma, ubicada en la calle Pando entre Marcelino Berthelot y Blandengues, forma parte de un proyecto de reinserción para pacientes que son inimputables pero que, a pesar de seguir con un tratamiento y con su respectiva medicación, se mantienen ocupados en distintas tareas que los pueden ayudar en su proceso. Además, cuentan con un operador de apoyo.
“En la Casa del Trébol va a hacer tres años que estoy. Ahí nos sentimos como en familia porque la casa es amplia. Marcos y yo fuimos los primeros en la casa, pero de a poco fue creciendo. Más gente, más movimiento, en una linda experiencia. El trato es bueno y siempre que hay problemas lo vamos conversando entre todos. Nos repartimos tareas, limpiamos living, comedor, baños, cocinamos, hacemos mandados, pero sobre todo tenemos libertad”.
Hoy se lo ve feliz y con ánimo de seguir así. Agradece la confianza que le dieron de utilizar la camioneta del lavadero Dodici para ir a buscar la ropa a donde sea necesario y espera poder seguir adquiriendo cada vez más responsabilidades.
“Estoy pasando un buen momento y si me pongo a pensar en todo lo que pasé y donde estoy ahora siento una satisfacción enorme. Admito el error que cometí, pero fui recapacitando. Sigo superando esta enfermedad que tengo, pero ahora por lo menos sé que la estoy padeciendo”, afirma José Luis, que se despide y sigue doblando una tras de la otra las sábanas en las que un día él durmió en el Vilardebó. Sábanas que ahora solo toca para lavarlas, ya que cerró esa etapa en el hospital, aunque, para él, fue en ese lugar donde le salvaron la vida: en Millán 2515.
Por Pablo Cupese