Juan está allí, pero a la vez no. Su mirada, perdida, se pasea lentamente de un lugar a otro en el salón donde están dando la clase de Filosofía, como buscando un punto fijo en el cual detenerse. Y lo encuentra a menudo, aunque por momentos algún comentario de la profesora o de un compañero lo hace salir de su abstracción y volver a la clase. Cuando esto pasa asiente con pesadez o, si el comentario es gracioso, suelta una risa tímida y grave. Para sus compañeros, Juan no es el mismo que era antes de pasar por el Hospital Vilardebó, hace menos de un mes, cuando lo trasladaron desde la Unidad Nº4 de Santiago Vázquez (ex-Comcar), donde está preso. En ese entonces lo tuvieron que llevar porque se había cortado el cuello.
“Pero él no es una persona loca”, suelta uno de sus compañeros de módulo, un insulinodependiente que convive con Juan en el mismo piso del módulo 5 de la cárcel de Santiago Vázquez. En ese sector se coloca a algunos de los internos que reciben medicación psiquiátrica o de otro tipo y la idea de la dirección del centro es que todos los dependientes de medicación en algún momento estén allí, para tener un mejor control sobre ellos. “Él hace unos meses era una persona bien. Ahora le encajaron una pichicata y lo dejaron así”, continúa el interno, que complementa la idea señalando a Juan, quien asiente, otra vez, con lentitud. Sus compañeros se ríen, pero no con una risa burlona, sino nerviosa. La profesora de Filosofía, que trabaja de forma voluntaria en el centro El Almendro, asiente: “Eso es verdad. Él venía con una condición más lúcida, después lo medicaron y ta… Igual hoy está mejor”. Juan dice que sí, que está mejor. Que hace unos días no sabía ni dónde estaba parado.
Sus compañeros discuten entre sí. Hay uno que dice que Juan es enfermo psiquiátrico. Otros dicen que no, que lo medicaron porque se lastimó para llamar la atención. La psiquiatra de la Unidad Nº4, Mabel Bonancea, no recuerda el caso de Juan, pero dado que es la única psiquiatra que trabaja en ese establecimiento asume que lo tiene que haber tratado ella. Tampoco le es sencillo distinguir el caso por sus características, ya que los episodios de autolesiones e intentos de eliminación son, según ella, muy comunes entre los internos. Bonancea no recuerda si Juan tiene una patología diagnosticada, aunque afirma que la mayoría de los pacientes que recibe en la cárcel tienen “problemas de personalidad” y son muy pocos los que tienen una “actividad nosológica psiquiátrica”, es decir, una enfermedad mental grave. Según la especialista, para muchos internos autoflagelarse es una manera de llamar la atención de las autoridades, de salir de la celda aunque sea por un rato. Los compañeros de Juan coinciden en esto. “Hay muchos presos que cuando tienen una pena grande quieren hacérsela en el Vilardebó, porque allí te la reducen. Por eso muchos se medican y se lastiman para irse al Vilardebó, para que los pasen como una persona con problemas”, sostiene uno de ellos, con el asentimiento de todos. Bonancea, sin embargo, niega que por ir a Vilardebó se reduzca la pena del interno, sino que allí simplemente se realiza el tratamiento, se estabiliza al paciente y luego se lo devuelve a la prisión.
Juan tiene 20 años y hace un año “perdió”, como le dicen en la jerga carcelaria a ser apresado, tras cometer una rapiña. En el tiempo que lleva preso ya estuvo dos veces en el Vilardebó por autolesionarse. Todavía le quedan cinco años. Según él, ve al psicólogo una vez por semana y a la psiquiatra una vez al mes, aunque Bonancea no recuerda haberlo visto últimamente. Dice que si es la persona que está pensando no lo ve hace meses. “¿Salud mental? Son los que te ayudan a salir adelante”, sostiene Juan, con una sonrisa tímida. “A mí me dieron palitos de helado para hacer artesanías”, dice, y saca del bolsillo del pantalón una bolsa de nailon con los palitos. Dice que piensa hacer casitas y ese tipo de cosas. Pero antes de los palitos de helado, afirma que le dieron Piportil, que es lo que lo mantiene tranquilo y sereno. También lo que lo volvió diferente.
Juan cuenta que se cortó el cuello cuando se enteró de que su hermana de 15 años había quedado embarazada. Entonces fue al Vilardebó y a su regreso, aparte de un surco de cicatrices horizontales del lado izquierdo de su cuello que resultaron de su autoflagelación, trajo consigo una conducta diferente, que él y sus compañeros atribuyen al Piportil. Según Bonancea, el Piportil “se usa cuando la persona tiene muchos problemas de ansiedad grave, conductas impulsivas o gran desborde emocional”. En Juan parece que funcionó. Es difícil imaginar que alguien que está en ese estado tenga la fuerza para hacerse daño. No obstante, Juan no descarta volver a lastimarse en un futuro, porque el daño emocional no está reparado. “Si recaigo, capaz que lo hago de vuelta”, afirma, impasible, con las manos apoyadas en las rodillas, en la misma posición que estuvo la hora entera de clase.
“Ellos no se dan cuenta de que le hacen un mal, porque él está lúcido y está lo más bien. Y cuando le dan eso se pone molestoso. Y le pueden hacer cualquier cosa acá adentro”, opina su compañero diabético, que muestra preocupación por la situación de Juan, un sentimiento que parece ser compartido por los ocho internos que asistieron a la clase. “Capaz que en un mes lo llevan de nuevo al Vilardebó y le dan otra vez”, especula otro de los estudiantes. Juan afirma con la cabeza y dice que cuando va al psiquiatra este le pregunta cómo está, si se siente mejor y si la va llevando bien y le receta la medicación para todos los días. Agrega que el psiquiatra promete bajarle las dosis, pero que por lo general se la suben. Según él, antes tomaba cinco pastillas y ahora toma nueve. El Sistema de Atención Integral de Personas Privadas de Libertad (SAI-PPL) afirma que son cerca de 150 los internos de la Unidad Nº4 que reciben este tipo de medicación formalmente. Sin embargo, entre presos y funcionarios la percepción es que este número en la práctica es muy superior, debido al tráfico ilícito de estupefacientes.
La rutina de Juan empieza por la medicación: “Tomo la medicación, tomo mate, converso con compañeros”, relata, describiendo un día cualquiera de su vida en prisión. Una “canica” a la mañana y ocho por la tarde. Debido a que el efecto de ese cóctel de fármacos es un aumento de sueño y reducción de energía, Juan dejó de trabajar en la huerta del establecimiento, pero tiene la esperanza de dejar la medicación en algún momento para poder volver. Tarea difícil pues los psicofármacos, como cualquier otra droga, generan una dependencia que fácilmente se transforma en adicción. Otro de los internos medicados que está en el salón cuenta que toma varias pastillas. Menciona Quetiapina, Clonoten y Parnox.
La llamada más esperada
Es cerca del mediodía y el ambiente en el primer piso oeste de la Unidad Nº5 “Femenino” (Cárcel de Mujeres) está tranquilo. Todas las internas se encuentran en sus habitaciones, con excepción de una que está en la guardia conversando con la única operadora que hay en el piso. Entonces se escucha la voz de una mujer que grita, al otro lado de la reja del sector, el abracadabra para hacer salir de sus habitaciones a decenas de mujeres:
—¡Medicación!
En cuestión de segundos, la señora tiene del otro lado de la reja una larga fila de mujeres que esperan su paquete, el cual consta de una bolsita transparente con su nombre y la o las respectivas medicaciones dentro. Para recibir lo suyo, las internas deben firmar en una lista que se titula “Sicofármacos” y que se van pasando de mano en mano. Entonces sí, cada cual se vuelve satisfecha a su celda.
Canicas vedettes
Eduardo Caterino, el único psiquiatra de la Cárcel de Mujeres, afirma que el 80% de la población de esta y otras cárceles recibe Quetiapina “y en dosis más altas que en la calle”, aunque según datos de ASSE la Quetiapina ocupa el segundo lugar entre los fármacos más recetados en esta unidad, siendo precedida por el Clonazepam. Según el especialista y acorde a los datos oficiales de ASSE, alrededor de 160 de las 257 internas que actualmente aloja el establecimiento reciben tratamiento farmacológico y seguimiento psiquiátrico. Es decir, más del 60% de las mujeres privadas de libertad reciben, legalmente, psicofármacos. Según Caterino, este tipo de fármacos se emplean, sobre todo, “para la ansiedad y la impulsividad típica del paciente que está en abstinencia de drogas”. Eso es, según el médico, casi la totalidad de la población femenina privada de libertad: “Arriba del 90% de los reclusos vienen de la calle con consumo problemático, que a su vez es parte del origen del delito”, afirma.
Mayra, una joven de 26 años privada de libertad, es uno de esos casos. “Era como The Walking Dead pero real”, comenta un operador del primer piso este de la Cárcel de Mujeres, haciendo referencia a la situación de Mayra el primer año y medio que estuvo en prisión, tiempo en el que fue adicta a las pastillas y los inyectables. Ella asiente a la vez que se ríe. Para Mayra, los banquetes de psicofármacos son cosa del pasado, pero cuando relata lo que vivió en sus comienzos en la cárcel lo hace con una gravedad que demuestra que lleva esos meses marcados a fuego. Dice que consumía medicación “en cantidades industriales” sin ningún diagnóstico psiquiátrico. “Cada vez necesitaba más medicación y más fuerte para que me diera más sueño durante más horas”, cuenta, y da su versión de la facilidad con la que acceden las internas a la medicación: “Vas al psiquiatra y le decís: ‘Yo no puedo dormir acá, dame esto, aquello y lo otro’, y el tipo te dice: ‘Sírvase y vaya tranqui. ¿Quince Quetiapinas? Tomá’”.
Mayra ingresó con una adicción a la pasta base que, sostiene, fue lo que la llevó a delinquir en una primera instancia. Dentro de la prisión se volvió adicta a los psicofármacos. “Estuve un año y medio tomando medicación y dándome inyectables de Piportil que son re fuertes”, explica. “Si decía dos palabras coherentes, era mucho. Me lo daban todos los meses, quedaba dura, no podía ni girar el cuerpo, se me caía la baba”, recuerda la interna, que es madre de un niño de cuatro años y que actualmente espera conocer los descuentos que tiene por estudio y trabajo para salir en libertad. “El cuerpo no me respondía, pero mi cabeza funcionaba lo más bien, entonces, vos sentís que se te está cayendo la baba y que querés mover la pierna y te cuesta trasladarla de acá hasta acá –señala una distancia de apenas unos centímetros-, te sentís horrible, sentís que estás atrapada en un cuerpo inútil que no te sirve para nada”, confiesa. Mayra compara el efecto del Piportil como estar en coma: “Lloraba de angustia. A veces se me trancaba la lengua y no podía ni hablar”.
Fue lo angustiante de su condición y la prohibición de sus padres de ver a su hijo lo que llevó a Mayra a decidir aislarse en lo que por entonces era el módulo de castigo, conocido como el quinto piso, que hoy está clausurado. “Un día fui a hacer una llamada y cuando volví le dije al operador que no iba a entrar más al sector. Y tenía que entrar, obvio, tenían que cerrar la reja y trancar. Pero les dije ‘yo no voy a pasar, quiero ir al quinto’. Les dije que yo no quería volver para adentro porque, aunque renunciara ahora a la medicación, iban a ser las 3, 4 de la mañana e iba a andar desesperada cuarto por cuarto buscando a ver quién me iba a dar pastillas”, relata. Asegura que por ese entonces tomaba casi 30 pastillas por día más el Piportil que le inyectaban mensualmente. “Necesitaba encerrarme y que me dejaran darme contra todo una semana ahí adentro, y fue así”, explica. A partir de entonces, aunque con ciertos tropiezos, el camino de Mayra fue de superación.
Al día de hoy, Mayra terminó el liceo, que había dejado en cuarto año antes de ingresar a la cárcel, y empezó facultad de Psicología dentro de la institución. Semanalmente recibe dos tutoras, que son estudiantes avanzadas de la carrera, quienes le dejan material para que luego rinda exámenes de forma libre. Mayra es crítica con el consumo abusivo de psicofármacos por parte de las internas y de esto considera que son responsables ellas y los especialistas de la policlínica, quienes a su entender recurren con demasiada ligereza a la efectividad de los fármacos en el control del comportamiento. “Esa es la solución inmediata para que no rompas más los huevos. Vas mucho a enfermería, estás muy jodón; bueno, Piportil y por un mes no te ven más. Por el momento te resolvés el problema, pero generás otros peores. Porque capaz no jodo más en enfermería, pero al operador lo vuelvo loco”, argumenta. “Si dicen ‘medicación’ vas a ver una cola de acá hasta allá”, agrega, señalando el otro extremo de un pasillo de casi veinte metros de largo. Ernesto y Lucía, dos operadores presentes, expresan su coincidencia asintiendo con la cabeza. Los operadores son quienes acompañan a los enfermeros por los pisos para entregar la medicación a las internas e incluso hay veces que son ellos mismos los encargados de llevarla. Dicen no tener un registro sistematizado de cuántas internas reciben medicación psiquiátrica, pero estiman que el número es superior a lo que figura en los registros oficiales de SAI-PPL.
Expertos y funcionarios que trabajan en el sistema penitenciario coinciden en que uno de los principales flagelos del sistema es la adicción a las drogas. Según la subdirectora del Instituto Nacional de Rehabilitación, Ana Juanche, alrededor del 80% de los privados de libertad ingresan con problemas con las drogas. A su vez, Juanche opina que “en este país los jueces utilizan cada vez más la cárcel para dirimir la situación de los consumidores problemáticos. La persona consume, entra en situación de calle, comete una rapiña, hurto, etcétera y los jueces, como medida de resguardo y preventiva, los mandan a la cárcel”. Sin embargo, según la especialista en derechos humanos, el sistema penitenciario no está preparado y siquiera pensado para atender el problema de las adicciones. El psiquiatra de la Unidad Nº5 explica al respecto: “El paciente viene aquí con mucha adicción y mucha abstinencia y en ese momento es muy difícil la introducción psicológica en el caso. Lo que necesita son fármacos que lo ayuden a transitar la abstinencia, que los desborda a nivel físico y psíquico. El título a destacar de la consulta es el insomnio. Ese insomnio está en el contexto de la abstinencia”. Bonancea, la psiquiatra de Unidad Nº4, coincide en esta observación. Aunque Caterino encuentra en la medicación la solución preferible para los problemas relacionados con la adicción, también expresa que debería haber un mayor énfasis en el tratamiento psicológico o emocional para complementar la terapia. Por ejemplo, considera que sería positivo que hubiera grupos de Narcóticos Anónimos trabajando con las mujeres privadas de libertad.
La panacea
En la Unidad Nº5 hay un equipo de salud mental compuesto por cuatro psicólogos y un psiquiatra que se unió pocos meses atrás. La coordinadora de la policlínica en esa unidad, la doctora María Teresa Sanabria, reflexiona que desde que llegó el psiquiatra han bajado las consultas con los psicólogos, “porque –las internas- vienen al psiquiatra más que nada por las pastillas”. Al entender de la médica, las reclusas vienen con adicciones desde afuera y el psicofármaco se vuelve otra adicción. Sin embargo, prefiere no juzgar la labor de su compañero: “Lo que indica el psiquiatra para mí es lo que corresponde, porque él es el psiquiatra”. En este sentido, el jefe de Registros Médicos de SAI-PPL, Arturo González, opina: “Si pensáramos que se hace un uso abusivo de psicofármacos, no tendríamos psiquiatra”. La directora de la unidad, Diana Noy, está segura de que existe tráfico ilícito de medicación y, en este sentido, le está pidiendo a SAI-PPL “un control mayor sobre la entrega y la toma de la medicación y que sea verificado por el enfermero”. Noy cuenta que hasta hace poco lo que se hacía para evitar el tráfico de pastillas era molerlas, pero que eso generó molestia de parte de los laboratorios que las producen, que alegaron que eso no se podía hacer porque la droga perdía sus componentes.
El SAI-PPL empezó a funcionar en 2009 en algunas cárceles por un convenio entre el Ministerio de Salud Pública y el Ministerio del Interior. Hasta el momento existían equipos de salud, pero esos equipos estaban bajo la órbita del Ministerio del Interior. SAI-PPL cuenta con un área de salud mental, la cual es coordinada por la magíster en psicología clínica Mónica Rossi. Según la experta, el equipo crea una estrategia para cada uno de los pacientes teniendo en cuenta las características individuales y lo que necesitan. En los centros, los internos con patologías están identificados por consumo de medicación. Rossi afirma que en Unidad Nº4 hay personas que toman medicación por ansiedad, por angustia o incluso por esquizofrenia. “De todas maneras debe haber más gente a la que le pasan cosas y a las que nosotros no llegamos”, confiesa. “Si ellos no acceden a la medicación, los cuadros de patología con los que llegan se agravan. Además, el contexto también influye mucho en estos casos. A veces se agarran patologías adentro como los síndromes carcelarios y postraumáticos. Hay gente que hace episodios psicóticos muy agudos”, explica la experta. La psiquiatra de dicha Unidad lo confirma. Según ella, de la población de casi 4 000 internos, 300 reciben medicación y atención psiquiátrica. En los datos de SAI-PPL, el número de internos con diagnóstico de patología psiquiátrica es 186.
El psicofármaco se erige entonces como la panacea de internos y funcionarios, pues hace la convivencia más amena en un sistema cargado de angustia y violencia. Sin este recurso, dadas las condiciones precarias de vida en establecimientos como Santiago Vázquez o el trauma propio de la privación de libertad del que advierte la Organización Panamericana de la Salud (OPS), los episodios violentos seguramente serían mucho más frecuentes. “Los tenés que calmar porque te piden, están con mucha ansiedad y se automutilan, se agreden, se cortan… ¿Qué se puede hacer ahí? Hay que medicarlos”, sentencia Bonancea. En este contexto, la balanza se inclina para evitar lo que se considera un mal mayor y el preso se evade de la realidad cambiando una adicción ilegal por una legal.
En el medio de todo, hay muchos Juanes y pocas Mayras.
Por Marina Santini